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Un aroma de hogar

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Más allá de esas fantasías pasajeras que uno tiene en el tráfico, nunca imaginé que realmente terminaría viviendo en el campo. Soy un hijo de la ciudad y siempre he pensando que allí es donde pertenezco. Pero las fantasías tienen eso: a veces se cumplen por azar.

Cuando vivía en la ciudad, algunos olores del campo quebraban mi ideario bucólico; los del estiércol, la paja y el abono me parecían desagradables, más aún que aquellos tan citadinos como el de los túneles, la tierra podrida bajo los adoquines y el excremento humano.

Pero ahora cuando vamos a la ciudad, sus hedores me parecen más pugnaces.

Verás, durante 9 meses al año la planta baja de nuestro edificio huele a mierda de vaca. Dado que la granja que tenemos al lado no se iría a ninguna parte, fui pasando del asco a la indiferencia. La semana pasada, mientras caminaba por el pueblo, envuelto en un aroma particularmente recio, me sorprendí pensando que comienzo a asociar ese olor con una vida menos complicada, llena de amor en los lugares correctos, alejada de las angustias citadinas, una vida extramurana, pacífica, deseable, “normal”, ¿quizás con mascotas? —en algunas mañanas de invierno pienso que me vendría bien un Labrador negro con el que profanar aletargadamente la perfección de un campo nevado, vistiendo una cazadora marrón y curtida.

A medida que nos alejamos del mundo y sus noticieros, este lugar y yo nos acercamos, y es así como el estiércol y su olor se han transmutado en privilegio.

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