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El país que me quiso

colores

Mi suegro es un enamorado de Venezuela. Entre mis conocidos, es uno de los pocos que confía ciegamente en que las cosas van a mejorar. Cree en la sociedad venezolana. Es ese tipo que lleva la gorra de Venezuela en un pueblo de la campiña francesa. Yo, en cambio, estoy completamente desilusionado y, cuando hablamos sobre el futuro, nunca estamos de acuerdo en lo que sucederá —con toda seguridad algo impreciso a medio camino entre nuestras visiones opuestas.

Mi suegro y yo vivimos la misma cantidad de años en Venezuela. Conocemos los códigos, a la gente y su locura. Pero hay una diferencia crucial: él llegó a Venezuela sin nada. Cuando el mundo le dio la espalda, los venezolanos entendieron que mi suegro era un ser humano, Venezuela fue ese país que quiso lo que Europa desechaba.

Está claro que, en esos casos, el optimismo opera como un mecanismo de defensa, una herramienta para sobrevivir la migración. Lo único que tienes al llegar es un billete de lotería, porque la democracia es un juego en el que no puedes participar y lo que queda es la esperanza de que tus vecinos no decidan enloquecer y te obliguen a migrar de nuevo.

Y es por ahí que entiendo su optimismo: yo creo que España, Australia, Francia y Suiza tienen un futuro esperanzador. A pesar de sus taras sociales y las perennes amenazas de suicidio colectivo, el hecho de que me hayan tendido una mano me hace pensar que sus sociedades no deben estar tan podridas. No deben ser tan malas después de todo.

Realmente pienso eso, en serio, con todo y que estoy haciendo el acto consciente de reconocer que mi opinión está marcada por una esperanza que podría ser irracional. Pero es lo único que tengo. Soy el tipo que viste sus colores adoptivos y, cuando lo hace, piensa en su suegro.

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