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El Eufemismo Del Siglo XXI

Este es un post invitado de Leo Felipe Campos. Leo es uno de esos editores que sabe manejar recursos. En otras palabras, hace malabares imposibles para que una publicación salga a la calle. Por eso y por lo que escribe de vez en cuando, lo admiro. Su blog, mijaragual es en partes iguales un tributo a Ismael Rivera, una conversación sobre realpolitik, una galería de héroes y una reflexión sobre Caracas.

A Luz

Algunos problemas típicos de las metrópolis occidentales de finales del Siglo XX, como el hacinamiento, la paranoia, los altísimos niveles de consumo y la criminalidad, se escondieron en Sao Paulo durante mi última visita, que duró apenas dos semanas. Una apología es un error, lo sé, por lo tanto diré como la abuelita del comercial: soy vieja, no imbécil. No vengo a pregonar que Sao Paulo es el espejo preciso, sino a plantear un ejercicio que tiene que ver con la condición humana y su relación con la política, la ciudad y el tiempo.

Entiendo que aquella amalgama inabarcable de cuadras, calles y avenidas expandidas, que tiene casi 20 millones de habitantes y un sistema de Metro que dibuja una araña que se enreda, con un complejo laberinto de líneas y estaciones; con conexiones, terminales, pasarelas, viaductos, rascacielos y centros de comercio que aparecen como una escalera mecánica vista desde abajo, se desplaza a una velocidad que aplasta. También entiendo que una velocidad que aplasta es como un tren que va directo al futuro, sin paradas, y que te hace puré de carnita y sangre en las vías de los tiempos que corren si te quedas dormido, si te distraes a amarrarte los zapatos, si te acuestas, romántico y encantado, a descubrir las viejas constelaciones de estrellas. ¿Evidente, no? Si hay alguien aplastado y ese alguien puedes ser tú, la cosa no es buena en un sentido estricto o fundamental.

Palabras clave, entonces: futuro (pueden olvidar lo del aplastamiento, no es necesario; aunque si les queda tiempo, revisen esa imagen de forma constante), y también las de la primera idea: hacinamiento, consumo, paranoia y violencia. La ausencia de ellas.

Me pregunto si el sistema con cara de gobierno y sociedad organizada en Sao Paulo logró ser efectivo para solucionar esos problemas, si nunca fueron crónicos, o si empujaron la basura con la escoba hasta ocultarla bajo la alfombra. O fuera de la casa, para que se jodiera al vecino. En un trayecto de seis cuadras, más tres conexiones de Metro –diecisiete estaciones en total– una pasarela y un autobús hasta llegar al aeropuerto; tardé menos de dos horas. Tráfico pesado, por supuesto, pero en movimiento. Y antes, ni un empujón. Ni una cara de culo. Ni un quiebre de cintura para evitar el choque. Y eso que llevaba una maleta. Ah, una maleta, ahora recuerdo que estando sentado junto a la ventana del bus, esperando a que arrancara, una señora llegó jadeante, bastante ansiosa, preguntándole al chofer por su bolso blanco.

–¿Bolso blanco?

–Sí, bolso blanco, creo que lo dejé en esta unidad.

–¿Está segura?

–(Una pequeña pausa temblorosa, para no largarse a llorar).

Bien, el cuento (o la moraleja, y disculpen) es que en algún momento noté que el único cabeza de yuca dentro del bus que no estaba ayudando a la doña a buscar su bolso blanco era yo. La unidad estuvo detenida al menos diez minutos. Todos, incluyendo chofer y colector, revisaron asiento por asiento, hasta que no hubo más remedio que poner el puchero de la tragedia.

Lo que quiero decir es que es obvio que en Sao Paulo también hay caos, crímenes, indigentes que jode y polución, pero que encontré en las personas más humanidad, más amabilidad, más sensibilidad (me refiero, sobre todo, a las personas con las que tuve contacto, en su mayoría kiosqueros, choferes, transeúntes, periodistas, vendedores, pasajeros, escritores, productores, mesoneros y amigos de mis amigos); y que eso me lleva a dos nuevas ideas, a dos conceptos abstractos, a dos extrañamientos nacionales en Venezuela: la armonía y la esperanza. Que en una ciudad con tamañas dimensiones todavía importe el otro, me da para imaginar algunas tonterías, sobre todo cuando atravieso una avenida de ocho canales que respira Siglo XXI en el horizonte de las seis ventanas del carro.

En Sao Paulo vi tantas personas caminar, comer en la calle, beber en la calle, hablar en la calle, despojadas de nervios y sin mirar de reojo… En cada esquina, o en una de cada nueve esquinas, había una taguara a medio llenar con mesas de plástico en la acera y pasapalos sin complejos de alta gastronomía. Había menos alarmas y menos cornetas. Había menos carros del año. Menos Blackberrys. Vi estacionamientos convertidos en bares de jazz y un centro activo y decadente donde caben tres avenidas Baralt, dos avenidas Victoria y una Rómulo Gallegos; pero aquellas de hace quince años, cuando me vine a vivir a Caracas y pasaba mis viernes en los billares del bulevar de Sabana Grande. Vi casas conviviendo con enormes edificios, sin amurallarse. Y sobre las casas, pequeñas por lo general, a grupos de amigos asando una carne a la parrilla, brindando descamisados frente a la barahúnda de motos, carros y peatones que hacían vida por fuera. Esa es una clase media que escoge el contacto con su ciudad en lugar de refugiarse en un centro comercial. También vi ciclistas sin camisas y fachadas desprotegidas, bien en el medio de todo, no en la periferia. Creo que aquí la naturalidad sigue siendo esencial, me dijo un amigo.

En Caracas, me parece, hemos preferido Miami o Cuba. Es decir, nuestros modelos son la isla de Batista o la isla de Fidel, pero a la venezolana y en pleno siglo XXI. Eso sí, siempre con la playa cerca, nuestro territorio insular. La pobreza, el hambre, el hacinamiento, la corrupción y –disculpen la redundancia– la delincuencia y la impunidad en esta ciudad siguen siendo temas a resolver desde que aprendí a leer. Ahora se suman el tráfico y un terrible sistema de recolección de basura, además de la inflación. Los gobiernos (chavistas y prechavistas) copian lo peor de los Estados Unidos y como ahora los referentes de la Unión Soviética se han desgastado en su propia geografía, nos arrimamos a cualquier Rusia mafiosa y capitalista, o al billete de los chinos e iraníes. A eso le llamamos socialismo: una discoteca en el Sambil de La Candelaria, pero no se preocupen, que va a tener un lindo nombre. Puro eufemismo.

Nuestro gobierno no es burgués, es progresista, y esta sociedad no es pobre, está en desarrollo. Esta oposición sí está preparada y esta clase media es bien de pinga. Nuestros pequeños empresarios son hombres justos. Dios salve al rey, que en el campo la vaina está buena. No hay terratenientes. No hay ajusticiamientos. No hay corrupción. No hay expropiación de tierras sin resultados favorables para la población. Las inversiones y la producción alcanzan y sobran para que comamos sin necesidad de importar. La ciudad crece. La economía crece. Nosotros crecemos para el mundo. Aquí tampoco hay abuso de poder.

Tenemos un valle estancado en la retórica anacrónica y retrógrada de la guerra externa y la polarización interna, porque a algunos les dio por pensar en la justicia y se olvidaron de aplicarla. Caracas debe ser el paraíso de los seguros y las empresas de la construcción, pero resulta que construir, o comprar y acondicionar un lugar para vivir, es un chiste. De los malos, con seguridad, pero también de los que todavía dan risa. Insultar o colgarle una manga bien impresa en el aire a otra persona está permitido mientras haya un carro adelante rodando muuuy despacio, y adelante otro, y otro, y otro, y así hasta llegar hasta tu casa. Siglo XX, cambalache, problemático y febril.

¿Qué tiene que ver esto con Sao Paulo?

Que viene un demonio atómico y nos va a limpiar. Lo que vi allá no tiene nada que ver con lo que había visto antes en Bogotá ni en Buenos Aires, por citar sendos ejemplos latinoamericanos. Los brasileños se olvidaron de las antiguas constelaciones de estrellas, entendieron algo que se parece a las luces del tren del futuro y aprovecharon las circunstancias para que el sistema funcione, la clase media se extienda y los problemas del siglo XX queden en el olvido. Su poder financiero se pierde de vista junto a sus inversiones, la mezcla de nacionalidades de sus habitantes, también. Algo se mueve, escribí una vez sobre Brasil, y perdonen la arrogancia, pero lo repito porque creo que me equivoqué. No se mueve, corre y es pesado y no se parece a ti. Desconozco a ciencia cierta si ellos están mejor, pero creo que sí, sobre todo porque tienen menos rabia.

Para mí, que un ciudadano esté mejor no quiere decir que deje de vivir donde vive y se mude a un espacio más cómodo, sino que pueda comer todos los días, de forma balanceada, que tenga una poceta y agua adentro para bajarla, que pueda curarse las hemorroides en un hospital sin hacer cola, que haya un transporte público que lo lleve de vuelta a casa en menos de una hora y sin tanto manoseo (por más que agradezca el cariño que me brindan a diario mis compañeros de ruta, lo siento, es lo que pienso), que haya más bares y menos pistolas, menos vallas y más viviendas, más librerías y bibliotecas públicas, menos leyes y aceras más grandes, más negocios familiares y menos explotación, más juego, más amabilidad, más y más y más ofertas culturales. Moral y luces, pues, como dijera el poeta. Pero aquí me parece que alguien nos está bajando el suiche poco a poco con el tema del socialismo, que no es tal, y que en esta carrera mundial nos estamos quedando bien atrás.

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Este es un post invitado de Maily Sequera. Publicista, diseñadora, profesora. Ha publicado varios poemarios en formato digital y es guitarrista...

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