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Caracas, familia

Pocas cosas se comparan con caminar por una ciudad que sabes tuya.

Tus piernas saben llegar de un lugar a otro y no piden ayuda. No hacen falta puntos de referencia porque todo tu cuerpo sabe exactamente dónde estás y tu mente está libre para pensar en otras cosas, fijarte en los detalles y deambular con un tipo particular de certeza. Conoces el origen de cada ruido, puedes contextualizar las conversaciones pescadas en el aire porque la historia de cada una de las vidas en ese lugar es también tu historia. Poco importa si tu ciudad está dilapidada o renovada hasta el pseudo anonimato. La reconoces aunque la cambien, porque los sonidos y la gente son eternos.

Cuando estás lejos de tu ciudad, no puedes hacer esto, no puedes pensar. La foraneidad te obliga a ubicarte constantemente. Cuando estás lejos, encuentras a tu ciudad dentro de otras ciudades, como quien atisba entre la multitud la cabellera de una ex-novia, el andar del padre muerto. Imaginas a tu ciudad en el olor de la comida, identificas cuando dicen su nombre en otros idiomas, y la reconoces en fotos como lo que es: familia.

Esto lo pensé mientras cruzaba la Plaza El Venezolano en estos días. Una hora después, hojeando una Wired de Octubre de 2009, encontré una publicidad de Thomson Reuters con la foto que acompaña este post. Mi familia, Caracas, desde –si no me equivoco– la Torre Unión, en la esquina El Chorro. Fue emocionante reconocerla a primera vista y luego tratar de confirmar que era, en efecto, mi ciudad. La foto no tenía leyenda, pero allí estaba la torre de El Universal, el Panteón y la Biblioteca Nacional. Allí estaba el Ávila, que más que un hito, es la evidencia de un instinto.

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