Hay que servir para algo

En una de mis fantasías/pesadillas, viajo al pasado. No mucho. Un par de siglos.

Me encuentro en un escenario ideal para conquistar el mundo: vengo con ideas más pragmáticas y avanzadas. Conozco la historia, lo que sucederá en el futuro. En ese pasado hipotético, he viajado más y tengo una inteligencia muy superior a la de la mayoría.

Pronto descubro que todo eso no sirve para nada. No sé destripar ni desollar a un animal grande, ni hacer pan, ni ordeñar, ni plantar un conuco. Sé hacer fuego, pero de la manera más rudimentaria y en clima seco. La carpintería se me da mal y hace por lo menos quince años que no tomo agua de un río. No sé afeitarme con navaja sin cortarme. Lo único que sé hacer con las manos es programar en seis lenguajes y comunicarme en menos de 140 caracteres. Escribo y hablo con unos giros que nadie podría descifrar hace dos siglos. Soy un inútil. Estoy a un puñetazo en la nariz de ser una niñita.

En 1810 podría desarrollar un montón de inventos, hacerme millonario y comprar ese mítico lugar de retiro en el que yo, en 2010, podría estar viviendo. Podría, por ejemplo, inventar el motor de combustión interna, la refinación de petróleo, la corriente alterna, la máquina de escribir. Conozco las aplicaciones prácticas del principio de Bernoulli y el efecto Venturi. Podría hacer algo grande. E=MC2.

Pero la realidad es que probablemente no podría ejecutar esas ideas porque nunca aprendí a desarrollarlas. Pasaría el resto de mis días encerrado en un minúsculo cuarto inmundo, tratando de crear la primera batería recargable, gritando «¡¿Pero tú no eres ingeniero?! ¡Piensa, güevón, piensa!»

Esto puede ser una evidencia de las fallas en el sistema educativo occidental. Pero también es una demostración de que damos por sentado todo lo que nos rodea. La vida hace dos siglos nos parece a todos muy primitiva (sin electricidad, agua corriente, etc), pero ser hombre implicaba realizar tareas que hoy nos parecerían increíblemente sofisticadas.

Nine meals away from anarchy

Supongamos que no es un viaje al futuro, sino un escenario apocalíptico: luego de una debacle ambiental, me encuentro entre los doscientos millones de desplazados que sobreviven. Hay que reinventarlo todo. Crear nuevos modelos de sostenibilidad. Construir puentes, casas, motores. ¿a quién recurren? Al ingeniero. Si, ese inútil que no sabe construir algo.

Ahora, supongamos que no es una debacle ambiental. Sino un colapso del estado. Como en Zimbabwe, como en Somalia, Haiti, como en la República de Weimar. No se cómo vivir de la tierra y ni siquiera tengo un arma de fuego para defenderme o cazar. La pesadilla se haría realidad y pronto, muy pronto, mis compañeros entenderían que para lo único que sirvo es para ser la cena.

¿Cómo se les llama a los que nacen en Chivacoa? | Héctor Torres

A la tercera ronda ya habían olvidado qué celebraban. A la quinta pidieron una parrillita. A la séptima concluyeron que la promoción de Ordoñez tenía una sospechosa relación con sus almuerzos con el gerente, y a la octava no notaron que ya sólo quedaban unas cuatro mesas ocupadas, aunque sí notaron, en cambio, la repentina presencia de los tres tipos sentados en la mesa al lado del pasillo de los baños, frente a la caja.

Otra excelente crónica caraqueña de Héctor Torres, vía ¿Cómo se les llama a los que nacen en Chivacoa? « Prodavinci.

El ladrón de diamantes

May Day, 1991. Oakland Athletics left fielder Rickey Henderson stood near second base, slowly inching toward third. Everyone knew what was coming. The broadcasters up in the booth. Yankees pitcher Tim Leary. The rabid, 36,000-person home-field crowd. All that remained was the act. And so, without ever coming to a full stop, Henderson pivoted his right heel and successfully stole the 939th base of his then-12-year career. The crowd erupted. Henderson ripped third base from the dirt, shaking it above his head like a fresh kill.

vía 48 Hour Magazine.

crack

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