Pocas cosas se comparan con caminar por una ciudad que sabes tuya.
Tus piernas saben llegar de un lugar a otro y no piden ayuda. No hacen falta puntos de referencia porque todo tu cuerpo sabe exactamente dónde estás y tu mente está libre para pensar en otras cosas, fijarte en los detalles y deambular con un tipo particular de certeza. Conoces el origen de cada ruido, puedes contextualizar las conversaciones pescadas en el aire porque la historia de cada una de las vidas en ese lugar es también tu historia. Poco importa si tu ciudad está dilapidada o renovada hasta el pseudo anonimato. La reconoces aunque la cambien, porque los sonidos y la gente son eternos.
Cuando estás lejos de tu ciudad, no puedes hacer esto, no puedes pensar. La foraneidad te obliga a ubicarte constantemente. Cuando estás lejos, encuentras a tu ciudad dentro de otras ciudades, como quien atisba entre la multitud la cabellera de una ex-novia, el andar del padre muerto. Imaginas a tu ciudad en el olor de la comida, identificas cuando dicen su nombre en otros idiomas, y la reconoces en fotos como lo que es: familia.
Esto lo pensé mientras cruzaba la Plaza El Venezolano en estos días. Una hora después, hojeando una Wired de Octubre de 2009, encontré una publicidad de Thomson Reuters con la foto que acompaña este post. Mi familia, Caracas, desde –si no me equivoco– la Torre Unión, en la esquina El Chorro. Fue emocionante reconocerla a primera vista y luego tratar de confirmar que era, en efecto, mi ciudad. La foto no tenía leyenda, pero allí estaba la torre de El Universal, el Panteón y la Biblioteca Nacional. Allí estaba el Ávila, que más que un hito, es la evidencia de un instinto.
Kurzweil define la Singularidad como ese momento en el que una máquina pueda ser lo suficientemente rápida o poderosa como para emular la conciencia.
Desde ese momento en adelante, no hay razón para pensar que las computadoras dejarán de ser más poderosas. Seguirán desarrollándose hasta que sean mucho más inteligentes que nosotros. Su rata de desarrollo también se incrementará, porque tomarán el mando de su propio desarrollo.
Siguiendo el rastro de la ley de Moore (la cantidad de transitores que pueden ser colocados económicamente en un circuito impreso, se duplica cada 18 meses), Kurzweil predice que la ingeniería reversa del cerebro humano ocurrirá durante los años 20s y que la Singularidad llegará alrededor del 2045.
Muchas personas descartan este escenario como una utopía futurista. Pero en realidad, la ley de Moore demuestra una evolución exponencial en el progreso de la capacidad de cómputo y, así como sucede con el teorema de Borel (ese de los infinitos monos que escriben las obras completas de Shakespeare), nos enfrenta a una barrera cognitiva:
Las curvas exponenciales comienzan lentamente, luego se disparan hacia el infinito. De acuerdo a Kurzweil, no hemos evolucionado para pensar en términos de crecimiento exponencial. «No es intuitivo, nuestros vaticinadores son lineales. Cuando tratamos de evadir a un animal, trazamos la proyección lineal de dónde estará en 20 segundos y qué haremos al respecto. Eso está cableado en nuestros cerebros»
Nos cuesta entender el avance más allá de lo evidente. Desde el automóvil hasta la PC, el siglo XX está lleno de tecnologías imposibles. Por esa misma razón, en las películas los alienígenas hablan inglés (o, mejor dicho, usan esa forma primitiva y defectuosa de comunicación que nosotros llamamos hablar), o usan sus extremidades para pilotar sus naves.
A pesar de esos «errores», pienso que desde Frankenstein, hasta Neuromancer, la literatura y el cine de ciencia ficción nos han adelantado escenarios probables –fábulas– que nos han permitido construir una ética y una moral para inventos que todavía no hemos desarrollado. Piénsalo bien: una fábula, una lección de vida antes de que el hecho sea posible. No deja de maravillarme que la ficción sea nuestra forma más depurada de lidiar con el futuro.
Para mi generación es imposible leer sobre máquinas fabricando máquinas sin pensar en Terminator. «No construirás Skynet» podría ser un mandamiento para el siglo XXI, y es el tipo de escenarios que estudia el Instituto para la Singularidad.
Kurzweil admite que hay un nivel de riesgo fundamental asociado con la Singularidad que es imposible de refinar, simplemente porque no sabemos lo que una altamente avanzada inteligencia artificial, encontrándose como una recién creada habitante del planeta Tierra, podría elegir hacer.
(…)
No tienes que ser un cybor super-inteligente para entender que introducir a una forma de vida superior en tu propia biosfera es un básico error Darwiniano.
También mientras leía este artículo, Watson, un software (¿o una inteligencia?) creada por IBM, le ganaba a dos campeones de Jeopardy! el popular programa de preguntas y respuesta de la televisión norteamericana.
Después de presenciar como Watson interpreta una respuesta y –gracias a ciertas asociaciones lógicas– la convierte en una pregunta en lenguaje natural, casi a la misma velocidad que sus contrapartes humanos, no es muy loco pensar que en veinte años algún sucesor de Watson superará consistentemente la prueba de Turing. Hay algo de cierto en esa broma final que hace Ken Jennings, uno de los adversarios de Watson, en la que toma una referencia de los Simpsons para darle la bienvenida a nuestros nuevos amos computarizados.
La otra posibilidad difícil de digerir es que la Singularidad también represente nuestro atajo para alcanzar la inmortalidad:
En el futuro de Kurzweil, la biotecnología y la nanotecnología nos dan el poder de manipular nuestros cuerpos y el mundo que nos rodea a nuestra voluntad, a nivel molecular. El progreso se hiperacelera, y cada hora trae un siglo de avances científicos. Desechamos a Darwin y nos hacemos cargo de nuestra propia evolución. El genoma humano se transforma en código para ser probado y optimizado y, si es necesario, reescrito. La extensión de vida indefinida se vuelve una realidad; la gente muere sólo si lo decide. La muerte pierde su gancho definitivamente.
Y una vez que la humanidad avance (¿o retroceda?) hasta ese punto, definitivamente necesitaremos repensar todo nuestro papel en el universo.
A principios del mes pasado, vi La Cinta Blanca, de Haneke. Digan lo que digan, para mi se trata del ascenso del fascismo en Alemania. Así que aproveché el impulso para leerme los dos primeros tomos de Berlín, de Jason Lutes
Berlín es una trilogía de novelas gráficas que relata las vidas cruzadas de una docena de personajes de todos los estratos sociales en la Alemania de entreguerras. Con algunos silencios clave, un brillante uso de los pensamientos en las escenas callejeras, un excelente dominio de las viñetas y una tristeza demoledora, Lutes muestra el progresivo deterioro del tejido social y de alguna forma hace obvio e inevitable el enfrentamiento entre radicales que llevó a Hitler al poder.
Una historia que nos llega de cerca a los que hemos sido testigos y actores en algún proceso histórico similar.
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