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El cabecilla de los torturadores (esta semana en el iPod)

La primera vez que me enfiebré con Morrissey fue en el ’96 cuando estaba haciendo pasantías. En el lugar en el que estaba había una emisora de radio comunitaria lo suficientemente demencial como para emitir programas socialistas los domingos en la mañana. Los días de semana por la noche la ‘programación juvenil’ estaba a cargo de un trío que intentaba desesperadamente ser una amalgama de Ely Bravo, Guillermo Tell, Gonzalo Fernández de Córdova y Luis Chataing. El resultado, por supuesto, era un cómico desastre. En lugar de ser telefónica, la participación era más bien física (algo así como ‘¡Miren! ¡Llegó fulano!’). Las puertas de la estación y del estudio siempre estaban abiertas, literalmente.

Ese mismo caos les permitía poner la música que les daba la gana. Saltaban de Fleetwood Mac a The Cure sin anestesia y con efectos secundarios devastadores: Nunca se me olvidará una conversación que tuve con un jardinero sobre la similitud entre la voz de Natalie Merchant y la de Stevie Nicks. Entre las pistas favoritas de este trío de personajes estaba ‘There is a light that never goes out’. Uno de los pedidos/declaraciones más hermosos del rock.

Morrissey nunca ha sido popular. Quizás sea la actitud quejica. Pero sospecho que detrás de la indiferencia de la crítica está la Incorruptible Virilidad del Rock. Un tipo gay puede tener una excéntrica colección de anteojos o una docena de números 1, siempre y cuando no se atreva a salir del corral del pop. Es una ofensa grave ser gay, hacer discos que suenan duro y convertirse, por forfeit o trabajo, en uno de los mejores letristas del género.

You Are The Quarry, un excelente disco, fue la preparación para Ringleader Of The Tormentors. Morrissey pareciera establecer los términos desde el track inicial con un ritmo arabesco, «Si tu dios te concede protección / y los EEUU no te bombardean / creo que te veré en un lugar seguro». Sin embargo, esa declaración política se complica cuando se coloca del lado de un parricida en «The Father Who Must Be Killed», o cuenta la historia de un niño protegido que se transforma en asesino en «The youngest was the most loved», junto a un coro de niños que revela una verdad/advertencia que ninguna persona mayor de edad puede ignorar: no hay tal cosa en vida como «normal».

Ringleader tiene también algunos tracks hermosos. En «I just want to see the boy happy», Morrissey admite que pronto va a morir y dice tener un solo sueño, para su vida no pide nada, «sólo quiero ver al muchacho feliz/con sus brazos alrededor de su primer amor». El tema de la muerte como un hecho tangible y cercano se repite varias veces («el futuro se acaba con un largo largo sueño», dice en otro tema), quizás porque desde su irónica portada, Ringleader parece decirle adiós a un artista preocupado por su idiosincracia y más atento a sus 47 años. Más allá de la culpa católica y uno que otro jugueteo con su sexualidad, Ringleader es el disco de un artista definido, en plena capacidad y con toda la madurez que dan las lealtades contradictorias de la posmodernidad.

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Uno bebe y evoca. Se pregunta cómo se hace para retener la memoria, para que no se escapen los momentos....

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