En 2002, Glasgow era la capital más violenta de Europa. El índice de detección era de 99%, así que no era un problema de impunidad. Sino de educación. Karyn McCluskey diseñó un sistema para erradicar el deseo de los jóvenes de unirse a las más de 170 bandas que había en la ciudad.
El gran momento, dice McCluskey, fue comprender que la violencia funciona como una enfermedad infecciosa. Se pasa. Puedes contagiarte. Puedes vivir y morir en una milla cuadrada. Tu vida no es predecible ni manejable. Puedes tener padres alcohólicos, sufrir violencia doméstica. A nadie le importas. Eres incapaz de tener empatía: estás cableado para la violencia»
En estos días, adrianonimo publicó esto en su muro de facebook:
Jodida la ciudad que deposita toda su belleza en una montaña. Es bella, la montaña, pero no deja de ser trágico todo el asunto. La CIUDAD debería ser bella, y la montaña un «plus». Pero como no hay ciudad amable, dirigimos la mirada al Ávila, quien está cansado de la exclusividad de suspiros, nostalgias, y «no entiendo nada»
Una reflexión propia de un feriado en uno de los peores lugares del mundo. Caracas.
Físicamente, ninguna ciudad lo suficientemente grande es bonita. Y si crees lo contrario acerca de tu ciudad, vives en un pueblo o una burbuja. Las ciudades son lugares atestados de gente que trabaja todo el día. Lo que hace hermoso un atardecer en Manhattan o Paris no es «la ciudad», es el contraste. Son los colores que se filtran a través del smog, la sorpresa de encontrar un rectángulo verde donde sentarte. Esos edificios, esas iglesias, esos monumentos y parques, están allí para que tu vida sea lo suficientemente no-miserable como para seguir generando riquezas para tus amos.
Pero si pensamos mucho en eso podríamos volvernos locos ¿cierto? Así que muchos caraqueños, sobre todo aquellos que nunca quisimos escapar de nuestra ciudad, buscamos confort en ese segmento de la cordillera de la costa que abreviadamente llamamos «El Ávila». Según nuestro razonamiento, es posible tolerar 5, 10, 30, 50 asesinatos diarios, si tenemos ese telón de fondo al cual desviar la mirada.
Yo me he creído ese cuento desde siempre. He pateado el cerro lo suficiente para saberlo tangible, magnífico, peligroso, fascinante. Además, para cubrir el aspecto metafísico del asunto, he repetido hasta la saciedad el evangelio según Ilan Chester.
No fue sino hasta entrados mis veintes que descubrí que más allá de la obviedad del cerro, había algo verdaderamente hermoso en el estoico equilibrio de las ruinas en esa suerte de aspiración niuyorkina tropical, una ciudad que alguna vez intentó apostar a la grandeza y cayó en desgracia para quedar como un testimonio ocre y grana de un delirio tecnócrata.
Hay belleza en los mosaicos rotos del Centro Simón Bolivar, en los barrios marginales que crecieron dentro de los edificios invadidos de San Jacinto a Madrices, en la peligrosa desnudez de la Plaza la Concordia un primero de enero, en las paredes cubiertas de moho de Los Chorros, en las aceras destruidas por los árboles y las matas que crecen por entre las juntas del concreto de la Francisco Fajardo. Hay belleza en lo que otros consideran decadencia.
(Inclusive hay belleza en el hecho de que un militar haya descubierto que su misión de vida es acabar con Caracas, porque en el fondo, eso es mucho más honesto que fundar una megalópolis en un lugar donde sólo debería haber montaña, esa montaña)
No es el aspecto físico lo que hace a la ciudad hermosa, sino el significado. En el significado está la gente también, por supuesto. Los amigos, la familia. El acuerdo tácito de que estamos todos intentando sobrevivir a la ciudad y el pacto social de no jodernos (demasiado) la vida. Cuando eso se rompe y no puedes salir a pasear con tus hijos, hacer un picnic, tener un perro, o simplemente ir a trabajar sin que te metan 27 tiros en la cara, la ciudad se vuelve un lugar horrible.
Así que sí: jodida la ciudad que deposita toda su belleza en una montaña. Jodida la ciudad que deposita toda su belleza en significantes, jodidos sus habitantes, que no encuentran la belleza sin mirar al cielo, un edificio, un monumento. Jodida la gente que sólo piensa en sí misma, jodidos los que no fabriquen belleza a diario.
Con frecuencia pienso que el estado, en su infinito sadismo, me educó justo lo necesario para que pudiera entender la magnitud de su maltrato. Hubiese sido mejor que no me indignara la desfachatez, la segregación en las oficinas públicas, el discurso excluyente, la mentira predicada en cadena nacional, la normalización de la ruina. Así que luego de casi 40 años de odio sistemático y descarado por parte del estado venezolano, el hecho de que un día la inmigración de otro país tuvo la piedad o el interés para darme una residencia temporal, es un regalo que siempre recordaré en Navidad.
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