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Rue Zénobe Gramme 2

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Miles de personas aterrizan en el aeropuerto low-cost de Charleroi, pero nadie llega a Charleroi. En la estación de trenes, todos cogen el expreso a Bruselas. En un arranque de masoquismo vicario, O. me dijo que debía matar un par de horas en Charleroi antes de volver a Barcelona. Así que le hice caso porque las ciudades en las que nadie se baja, las capitales de una gloria pasada, son siempre seductoras en su decadencia.

Es por eso que cruzo el puente sobre el Sambre y me adentro en la ciudad. Un puesto de información turística corona una calle de locales comerciales abandonados. La oficina de turismo cerró hace años, agotada de esperar visitantes. En una de sus paredes tiene un mapa amarillento, bajo una capa de graffiti y residuos de un líquido viscoso, al que se adhirió el smog de una década.

Le tomo una foto al mapa para usarlo de guía. Los locales que aún no han quebrado me recuerdan a los de mi infancia en Caracas: mucha Formica y muchas prendas que nadie en su sano juicio vestiría en esta década. Son las 11 de la mañana de un lunes y todas las tiendas del centro están cerradas.

Claramente soy el único turista.

Subo una colina por una calle empedrada. Los quioscos que otrora mostraban noticias y conciertos, están forrados con anuncios de lotería. Una mujer en camisón está sentada en el suelo, pintando el marco de una puerta con esmalte marrón. Unos metros más adelante, un niño sin camisa mastica un juguete de plástico.

Al final de la colina, me siento en el banco de una plaza, frente a un marchito parque para niños. Dos negros descamisados se gritan en creole. No logró descifrar si están peleando de verdad o en joda, pero siento un peligro que me es familiar. A los pocos minutos un tipo con un morral se sienta a mi lado y me ofrece hashish. Me mira con rabia cuando me niego ¿Para qué estoy sentado frente a los columpios si no estoy pendiente de comprar? Los negros manotean al aire, están a punto de transgredir ese límite que los convertirá en refugiados en lugar de inmigrantes. Los edificios que nos rodean perdieron sus colores, yacen en ruinas, sábanas cuelgan a través de los boquetes en las paredes. Hace un tiempo la ciudad intentó reparar la calle, se acabó el presupuesto y quedaron los prohibido pasar y estamos trabajando para usted. Todos los juegos del parque están rotos. El tobogán desprendido yace de costado en el suelo, como la trompa de un elefante muerto, una escultura simbólica en el centro de la plaza. Los negros siguen gritando. No hay niños, y los que parecen, dejaron de serlo hace años.

 

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Daniel Pratt

Emprendedor, artista de calle, aficionado a los medios sociales, fan de PHP, amante de psql, geek. Vamos a morir pronto. Lo que queda es amar, disfrutar de nuestras glorias, miserias y afinidades electivas.

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