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Vivir en el futuro

BTTF2

L’avenir est comme le reste: il n’est plus ce qu’il était.
—Paul Valéry

Gracias a la simetría que forma el corazón de las dos primeras Volver al Futuro, estamos tan lejos del año en el que comienza Volver al Futuro, como Volver al Futuro estaba de 1955.

Volver al Futuro nos regaló un curso intensivo en paradojas temporales y cultura de los 50s. Pero ahora, 30 años después, es también un reflejo de cómo era el mundo en 1985: el Walkman, los cronómetros LED, las patinetas y los automóviles, el chaleco de plumón y las calles de suburbia, aún con árboles jóvenes. En ese afán de retratar y explotar minuciosamente las diferencias entre 1985 y 1955, Volver al Futuro se convirtió también en un examen de la vida en occidente a mitad de los 80s y —directamente— en un testimonio cinematográfico de cómo se veía mi infancia.

Mágicamente, también tengo la edad que tenía mi papá cuando me llevó verla en una sala que ya no existe. Nunca la hemos discutido y, en el fondo, no creo que la recuerde, pero hay pocas películas tan instrumentales en formar lo que soy, en mi interés por la tecnología, la nostalgia, y la nostalgia por la tecnología.

Esa fue la primera vez que me fijé que las películas podían tener fechas. Recuerdo la fascinación que sentí en ese verano de 1985 con la idea de que la historia de esta película comenzaría unos meses en el futuro. Desde allí en adelante, he tenido la clara idea de que el progreso —el gran salto— está siempre a punto de ocurrir.

Treinta años no parecen tantos cuando revisitas los hitos que te formaron. Están tan cerca de lo que eres, que olvidas que pertenecen a un pasado lejano. Si no lo pienso mucho, estos años han sido un pequeño salto, excepto para quienes nacieron, vivieron y murieron en ese lapso.

1955 parecía —parece— la prehistoria, en cambio 1985 no se siente tan lejano. Sobre todo en esta época, en la que uno pone a sonar Blue Monday (¿o The Power of Love?) y todo el mundo asiente sabiamente.

Yo recuerdo 1985, pero también lo revivo de vez en cuando. 1985 está en todas partes: en la apología a Reagan, la Ostalgie de Putin, la NASA revitalizada por The Martian, en los videojuegos de 8 bits, en ese disco de CHVRCHES. Siempre con pequeñas variantes, porque los productos culturales imitan, pero no son los mismos de hace 30 años. Esa música que simula ser de los 80s es mucho más agresiva, más estilizada y deliberadamente tecno-optimista. Tiene los mismos upgrades que tuvieron el Rockabilly y el Swing en los 80s, cuando Brian Setzer se colocó a la cabeza del revival de los 50s, y cuando Michael J. Fox martilleó a lo Van Hallen durante Johnnie B. Goode.

Luego pienso que ahora llevo en mi bolsillo un espejo negro con el que hago magia y esa idea de que 2015 se parece a 1985 se desvanece. En 1985 no existía ni siquiera la tecnología para simular en el cine la calidad de una llamada por Skype, mucho menos en algo tan pequeño como un smartphone.

Si volviera a 1985, todo el mundo se daría cuenta de que llevo ropa extraña y hablo raro, con, como que, todos los manerismos de los 90s. Llevaría conmigo la estética y los asideros culturales de los 10s. Desencajaría, sería un modernillo raro, un tipo muy acelerado, muy impaciente, originario de un futuro imposible de concebir, y terriblemente contrariado por la falta de Internet.

 

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