¿Sirven para algo los likes de Facebook?

Rory Cellan-Jones hizo un experimento: creó una página de facebook para un negocio falso de venta de bagels y usó las propagandas de facebook para atraer gente a su página. Incluyó los países en los que los bagels son populares (Estados Unidos y Reino Unido) y otros países donde no lo son tanto.

Parecía que VirtualBagel era tremendamente popular en Egipto, Indonesia y Filipinas, pero casi nadie en los Estados Unidos o el Reino Unido tenía interés. Entre mis likers había personajes interesantes, especialmente Ahmed Ronaldo. Era de Cairo –la ciudad en la que mi página tiene más likes– pero parecía trabajar en el Real Madrid, y su perfil tenía solo fotos de Cristiano Ronaldo.

Por supuesto, ninguna de estas personas que hacían likes masivamente en la página de VirtualBagel eran potenciales clientes, sino probablemente parte de una extensa red de usuarios con perfiles falsos cuyo trabajo es hacer click y like en las propagandas de facebook. Recordemos que, así como Google, facebook cobra a los anunciantes por conversión (click en el anuncio y luego un like).  Así que el periodista lanza la pregunta: «Quiénes son estas personas en algunos países que hacen click de una manera aparentemente aleatoria en miles de anuncios de facebook y hacen que la compañía gane un pequeño porcentaje cada vez?»

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En una nota relacionada, hace poco hicimos un concurso en panfletonegro para elegir la foto de portada de nuestro facebook. La idea era muy sencilla: ponías una imagen de portada en nuestro perfil y la que tuviese más likes, se llevaba el premio de 50€.

Entre los concursantes estaba César Romero, quien tomó tres fotos de la web y en 30 segundos en photoshop hizo una portada que hacía sangrar los ojos. La imagen recibió 90 likes y justo el día en que terminaba el concurso, recibió más del doble de esa cantidad, en cuestión de dos horas. Algunos de esos likes venían de perfiles con menos de 50 amigos. Sospechoso, por decir lo menos. Afortunadamente, la avalancha de likes ocurrió luego de que el concurso había terminado. La compresión lectora siempre es importante.

 

No me extraña que facebook sea un poco laxo con la existencia de los perfiles falsos. Después de todo, pueden ser usados para beneficiar a la red.  Ahora que facebook es una empresa pública y está comprometida económicamente con la existencia (¿el abuso?) de los likes, parece ser que estos dejan de ser una medida imparcial de las preferencias de la gente.

 

 

 

 

 

 

 

Todo lo que conozco sobre atletismo, lo aprendí de las películas de acción

perro callejero

El otro día leí una entrevista con Simon Pegg, Nick Frost y Edgar Wright a propósito de la ahora clásica Hot Fuzz. En ella, Wright (el director) confiesa su devoción por las persecuciones a pie y como estas pueden salvar una película.

Uno de los numerosos guiños de Hot Fuzz a las famosas películas de policías es esta cacería a pie de un ladrón, violentamente editada como si fuese una persecución en auto:

Entre todas las persecuciones que mencionan en la entrevista, había una que nunca había visto: la que ocurre en Busting, una gloriosa sucesión de travellings, musicalizada por Billy Goldenberg.

Admiramos a los atletas olímpicos, a los jugadores de fútbol. Gladiadores modernos. Pero las persecuciones a pie del cine demuestran los verdaderos límites del cuerpo humano. Incluso algunas como las de Jackie Chan son obras de arte que, así como el Discóbolo o el David, sintetizan la idea del héroe en pleno dominio de sus habilidades.

 

 

 

 

cine

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Añoranza por los objetos

Una tarde de Noviembre, fui con mis padres a la casa-museo de Dalí en Port Lligat. Otoño. 10 grados. Llovía. Era un día de semana. Sólo 6 personas en toda la casa. La visita fue casi un recorrido privado. Como estaba con mi papá y estábamos solos, de pronto me vino la idea de que era la casa de su padre. No porque ambos viejos se parecieran (aunque si, un poco en la joie de vivre), sino por la estética generacional: los muebles, la distribución, los objetos.

Como tenían la misma edad, es lógico que Dalí y mi abuelo tuvieran los mismos objetos. No hablo de las cosas locas como el oso polar en la entrada, los huevos en la terraza o los cojines tentaculares en la piscina, sino de los objetos cotidianos y una que otra memorabilia que cualquier octogenario podría haber acumulado a lo largo del siglo XX. Cuando entré al baño de Gala, pensé que estaba entrando en el baño de mi abuela. Sin su permiso.

Hay algo de fantasmagórico en la idea que tengo de Dalí. Su voz la escucho siempre con eco. Como la de mi abuelo. Fragmentos, sound bites absurdos, expresiones de sorpresa, una mano, ojos, una voz que me llama por el número impreso en mi camiseta, una espontánea y transgresora higa a una enfermera. Quizás tenga que ver con haber visitado de muy joven esa galería de espejos sonoros que es el museo Dalí en París y esa quimera que es el museo de San Petersburgo. Esa cosa ahí, de cara a la costa del Golfo, lejos de toda cultura.

Ahora que todos están muertos, o reunidos, o sintetizados en el mismo lugar; lo que queda son utensilios de cocina, adornos, instrumentos de trabajo, un radio reproductor. Los mismos objetos a ambos lados del Atlántico.

Entonces, si ocurriera una de esas frecuentes epidemias de amnesia y todo el mundo olvidara la obra de Dalí, la casa de mi abuelo y la casa de Dalí tendrían cosas parecidas. Es muy curioso que luego de los hijos, las obras y los árboles que siembras, lo que queda de ti, tu legado, tu testimonio de paso por la tierra, sean los cacharros que acumulas. Si has limpiado la casa de un difunto alguna vez, sabes de lo que hablo: cuando mueres, dejas un montón de basura. Excepto si eres un artista, en cuyo caso, es un acto de genialidad haber llenado tu casa de baratijas.

Aunque pensándolo bien, es probable que la de mi abuelo fue la última generación de acaparadores. La obsolescencia programada ha alterado nuestra relación con los objetos. Mi papá dejará muchas menos cosas que mi abuelo. No tendrá un estudio-refugio lleno de trastos, no tendrá esos libros privados, álbumes con poemas de novias clandestinas, gavetas llenas de proyectos inconclusos, ni periódicos de 1914.

¿Y yo? bueno, en el caso de los emigrantes es un asunto completamente distinto. Cuando emigras, renuncias a todo lo que no te cabe en la maleta.

(Mi esposa dice que cada vez que hace una maleta revive el episodio, recuerda las cosas de las que se desprendió y es como si se rasguñara y reabriera una herida que nunca sana completamente)

Yo dejé hasta los poemarios, pensando –aspirando– que eso haría más llevadera esta derrota que es emigrar. Pero no.

Claro, hay emigrantes de emigrantes. Hay gente que llena sus baúles victorianos y emprende la expedición. Gente que transporta un container y 60 cajas de basura de un continente a otro. Pero yo nunca fui de esos.

Así que cuando veo objetos acumulados en una repisa, cuando visito a una casa y descubro historia, sufro un episodio de añoranza por los objetos ¿sabes?: el ansia de tener un carrito de mi infancia, un bolígrafo, un reloj, un portarretratos, un llavero, cualquier recuerdo de il vecchio paese. Un asidero, algo, en el éter de la desmemoria.