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Foie

Semanas antes de nuestra primera navidad en Francia, Andrea y Vicente nos trajeron un foie gras hecho en casa. Es bastante obvio, pero hasta ese momento no se me había ocurrido que era posible. Cuando nos explicaron que era uno de los platos navideños, que la preparación tardaba dos o tres días, y que normalmente era acompañado con un vino específico, supe que había encontrado una misión. Ahora lo preparo todas las navidades.

Mientras estoy con los dedos enterrados en un lóbulo, buscando la vena hepática, pienso en los defensores de los «derechos» de los animales, los vegetarianos, y los carnívoros arrepentidos que nunca han tenido buen sexo y quieren destruirle la vida a los demás. Mírenme, dilatando mis manos en lo profundo del hígado de un animal torturado. Fuck You.

Preparar un foie es una afirmación de mi incipiente europeanismo, del orgullo que siento de pertenecer a los últimos países donde la comida se toma en serio. Hay algo defectuoso, irrecuperable, en una sociedad que prohíbe un ingrediente —incluso aunque sea cultivado éticamente. Hundir mis manos en esta carne, auspiciar la oscura tarea del gavage, es la confirmación de que soy miembro de la formidable especie que —por ahora— domina al planeta. No es casual que en esta noche silenciosa de invierno, en este tibio apartamento a media luz, el shuffle haya elegido tocar las sagradas primeras notas del Réquiem de Brahms.

Durante los próximos días, cada vez que mire hacia el refrigerador, sabré que adentro, sellado en su propia grasa dentro de una pequeña cripta de cerámica, estará madurándose una parte de mi nueva identidad.

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Mi 2016 en cine — 2 de 2

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